El mejor verano de mi vida. Parte 4

El nacimiento del «chananana»

 

Aquella noche, regresé al campamento del club de petanca.
Dormí como un lirón.
Al despertarme, durante el desayuno en el bar, se me acercó Miguel, que era el que mandaba en esa cuadrilla de viejos lobos. Y me dijo que tenia un terrenito justo en frente del bar, con una caravana. Que me mudara allí.
Increíble, le dije que sí. Y así fue como me mudé a una caravana a la vera de un huerto enorme y con una alberca llena de agua cristalina. No podía ser mejor esto. Estaba flipando. Cada suceso hilaba con otro, que mejoraba mi vida allí, de una manera desproporcionada. La continuidad, la armonía y la presencia plena regían mi vida.

Aunque Marcos se había ido, ya conocía yo por ahí a todas las personas que era necesario conocer. Estaba forrado, me bebía un cóctel de siete pavos todos los días antes de ir a currar, después del bañito en el mar al atardecer.
Luego me levantaba, la reventaba como de costumbre y me iba a tomar algo al casco antiguo por la noche.
Cuando ya creía que las cosas no podían ir mejor, aparece una noche Ana, la italiana del grupito de circo que os conté. Aparece sola, se habían mosqueado y cada uno había tirado por su lado. Esa misma noche “falling in love”, al día siguiente se mudó al campamento. Ya eramos dos, su perro, las dos furgos, la caravana y el huerto. Tela. Nos levantábamos por la mañana y nos estrellábamos un melón dulce del huerto en la cara recién cogido. Un manjar, un desayuno estupendo, un bañito en la alberca, un polvazo y a comenzar el día con alegría. Maravilloso. La verdad es que nunca entendimos como seguía esa caravana de pié al final del verano. Menudo tute le dimos.

Pasaban los días entre risas, espectáculos, caravanas y alegrías. Todo marchaba y nada se torcía.

Una noche, mientras curraba. Empezó a sonar dentro de mí, una musiquita de una canción inventada que cantábamos mi hermana y yo cuando eramos pequeños. Una de esas cosas que se te graban para toda la vida, como cuando le ves el culo blanco y peludo a tu padre por primera vez en tu vida un verano al salir de la piscina, pues así, a fuego.
La canción era solo unas silabas inventadas y era así; “Chiniguini chiniguini chiniguini”. Empezó, como os digo a sonar dentro de mí. Y sin darme cuenta, estaba marcando el ritmo del show al son del “chiniguini”. Pero para mis adentros. Al mismo tiempo que decidí exteriorizarlo, me dí cuenta de que era un poco rebuscado y como no, infantil. Así que, derepente, al decidir ya del todo sacarlo fuera, encendí la antorcha, adopte postura de Jhon Travolta con la antorcha para arriba y dije: Chananana, chanananananana. Y entonces ahí nació el acorde de mi vida, que siempre me acompaña desde entonces y al público le encanta. Se ha convertido en un sello personal.

Ana era maravillosa, no estaba enamorado de ella ni ella de mí, eramos muy diferentes y sabíamos de sobra que esto no iba a funcionar fuera del verano. Mas que nada porque ella era una de esas personas que viven mas fuera que dentro de la sociedad y yo hacía apenas un año que me había mudado de vuelta a Madrid y ahí quería estar. Pero como el sentimiento era mutuo y nos queríamos un montón, solo aprovechábamos cada momento juntos de una forma tan presente que, a veces, tenía la sensación que el verano iba durando años. Maravilloso.

 

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